Tránsito a lo desconocido

A principios del 2018, comencé a sentirme extremadamente cansada. Incluso realizar mis actividades normales me exigía un esfuerzo adicional, así que mi vida, de poco a poco, se fue limitando a ir al trabajo, a regresar a casa, dormir toda la tarde, hacer un poco de ejercicio y dormir otra vez de ocho a diez horas. Así fue la mayor parte de ese año.

Aunque realicé siete viajes largos en 2018, en todos noté que después de realizar caminatas largas, llegaba exhausta al hotel, no podía mantenerme despierta después de las diez de la noche y, generalmente, requería de mínimo nueve horas de descanso, lo que llegó a ser un problema para las personas con las que viajé porque no entendían que durmiera tanto. Francamente, yo tampoco lo entendía pero asumí que eran las presiones del trabajo.

En enero de ese año, la gerente del negocio dejó la empresa: decidí no contratar a nadie y tomar el control de la operación. Así que trabajaba largas jornadas y mi nivel de estrés aumentó considerablemente, ya que coincidió con que había implementado una nueva plataforma tecnológica que requería de mucha atención para todos: mi gente y los clientes.

Con el paso de los meses mi condición fue empeorando y, para finales del año, llegué a un punto máximo de agotamiento. En octubre viaje a Japón y, desde el primer día que llegamos, sentí que no podía sobreponerme al desfase horario: aun con todas las expectativas por conocer el país, apenas daban las seis de la tarde, me resultaba imposible mantenerme en pie. Terminaba disculpándome con mis acompañantes por no poder ir a la cena e iba, literalmente, a tirarme a la cama; en ocasiones dormía hasta doce horas. Así fue durante casi todos los quince días del viaje.

Asimismo, comencé a sentir náuseas, principalmente, por las mañanas, pero estaba tomando pastillas para bajar de peso, así que pensé que eran los medicamentos los que me estaban provocando el malestar. Le pregunté al bariatra y me confirmó que algunos pacientes, como parte de los efectos secundarios, sienten náuseas, así que no le di importancia.

En junio del 2019, por las noches una o dos veces por semana, empecé a sentir dolor y adormecimiento en los dedos de las manos, al grado que me despertaba, pero pensé qué tenía que ver más con la posición en la que estaba acostada. Sin embargo, un día de manera abrupta se me empezaron a dormir no solo los dedos, sino toda la mano; ya no era ocasional, sino todos los días, y no únicamente durante la noche, también me pasaba durante el día mientras trabajaba.

En un periodo de cuatro meses, me cambié tres veces la graduación de los lentes tanto para ver de cerca como de lejos: al poco tiempo de cambiarlos veía borroso, luego los volvía a cambiar y me pasaba lo mismo. Realmente no entendía qué estaba pasando, pero culpé al establecimiento.

Entre el cansancio extremo, las náuseas, el hormigueo y dolor de las manos, y mis habituales dolores de espalda y cuello, pasaba los días como autómata resolviendo asuntos del trabajo y, una vez en casa, pasaba horas sentada frente a la televisión, aunque en realidad no ponía atención, y me tomaba una botella de vino hasta que generalmente perdía la noción del tiempo, al dormir mal por los dolores. El alcohol —según yo— me ayudaba a descansar, ya que era la única manera en la que lo lograba, sin despertarme constantemente o sentir dolor, así que me anestesiaba todos los días con el vino.

Era extraña la sensación que experimentaba porque más allá del cansancio y el dolor, era como si mi mente se estuviera desconectando, se estaba yendo a otro lado, no sé a dónde, pero definitivamente no conmigo ni junto a mi cuerpo. De poco a poco y sin darme cuenta perdí la capacidad de disfrutar de las cosas simples de la vida, mi carácter se volvió volátil y me convertí en una autómata que solo trabajaba y resolvía asuntos. En mi desesperación, asumí que la única explicación lógica para mis males era que estaba peor de las hernias, así que le pedí a una amiga los datos de su ortopedista, pues ella tenía síntomas similares a los míos, se operó y estaba perfecta, lo que me alentó a ir con su doctor: estaba harta de vivir anestesiada.

Si de alguna manera me había resistido a ir al doctor y tratarme, era porque tenía arraigada la idea de que los doctores lo único que buscan es sacar dinero, que son unos pendejos. Claramente yo soy la única que puede saber en realidad qué le pasa a mi cuerpo, a mis 47 años en contadas ocasiones había acudido al doctor o tomado alguna medicina, en mi casa no tenía ni aspirinas, aun con los problemas de columna, los solucionaba únicamente con ejercicio, alimentación y la faja.